“Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.” – Romanos 5:20

Hay momentos en los que uno se mira a sí mismo y solo ve fragmentos: errores, vergüenzas, repeticiones de lo que juramos no repetir. Nos encontramos rotos, tal vez no por una sola herida, sino por mil pequeñas decisiones que nos alejaron, poco a poco, de lo que sabíamos que era correcto. En esos momentos, la idea de gracia puede parecer demasiado buena, casi inverosímil. ¿Cómo podría Dios aún acercarse cuando yo me he alejado tantas veces?

El apóstol Pablo entendió esa tensión. Él mismo confesó haber perseguido a la Iglesia, haber sido un enemigo de Cristo. Y sin embargo, se convirtió en el apóstol de la gracia. No porque su historia fuera perfecta, sino porque descubrió una verdad central en el evangelio: el amor de Dios no reacciona a nuestra pureza, actúa sobre nuestra necesidad.

Pablo escribió: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.” No dijo que fue suficiente. Dijo que sobreabundó. Esa palabra —desbordamiento, exceso, más de lo esperado— es clave para entender el corazón del Padre. Porque la gracia no es una medida justa. No es una balanza equilibrada. Es un río que desborda límites. Es vino nuevo en odres viejos. Es pan multiplicado. Es perdón sin medida.

“Gracia no es Dios dándote otra oportunidad. Es Dios dándose a sí mismo, incluso cuando tú no lo mereces.”

Jesús contó la parábola del hijo pródigo no para mostrar la miseria del hijo, sino la misericordia del padre. El joven vuelve, ensayando su discurso de culpa, esperando castigo, pidiendo ser tratado como esclavo. Pero el padre no lo deja terminar. Corre hacia él —escándalo para un hombre de honor en esa cultura— y lo viste con ropa limpia, lo calza, lo cubre, lo llama hijo. No hay reprimenda, solo restauración.
Porque la gracia no espera que estemos limpios para abrazarnos; es el abrazo lo que empieza a limpiarnos.

Quizá hoy te sientes lejos. Tal vez llevas días, meses, incluso años pensando que ya es tarde. Que has fallado demasiado. Que si vuelves, Dios ya no te recibirá igual. Pero escucha esto: la gracia no solo cubre el pecado; transforma la identidad.
No vuelves para ser esclavo. Vuelves para ser restaurado como hijo.
No regresas a mendigar. Regresas a habitar.

El evangelio no es una historia sobre gente buena mejorándose. Es la historia de Dios viniendo a buscar lo que estaba perdido.
Y si estás leyendo esto, no estás perdido sin esperanza. Estás en medio de una historia que todavía no termina.

Sí, hay grietas. Hay fracasos. Hay momentos que quisiéramos borrar.
Pero hay algo más fuerte que todo eso: un amor que ya pagó el precio.
Un amor que no solo perdona, sino que llama. Que no solo limpia, sino que redime.
Que no solo tolera tu historia, sino que la entrelaza con la suya para hacer algo nuevo.

La gracia es eso: el escándalo de un Dios que sigue preparando mesa para nosotros, incluso cuando nosotros hemos comido en tierra lejana.
Y cuando nos sentamos, no lo hacemos con culpa, sino con asombro.